INFIERNO ACUÁTICO

Me encanta nadar. Nado desde que tengo uso de razón (o lo intento).

Todo empezó cuando era muy pequeña: mi familia, conmigo a cuestas, solía “vacacionear” en una preciosa playa del caribe venezolano llamada manare. Allí, los días pasaban plácidos y agradables al sol. Yo jugueteaba con mi flotador de hello kitty (que ya existía y se piensan que es nueva) hasta que un día mi madre decidió que era hora de que aprendiera a nadar, así que, sabiendo que el pueblo con tienda más cercano estaba a unos 45 minutos en lancha, pinchó a escondidas el flotador. Así, me ví obligada a aprender a nadar a mis dulces cinco añitos. Hubo suerte, aprendí rápido y me gustó.

Siempre me ha gustado nadar, es un deporte agradable y sencillo. Se me da más o menos bien y me mantiene más o menos en forma. Hasta hace mes y medio.

Como me conozco y sé que lo de la constancia no es lo mío (menos si me tengo que meter en una piscina sabiendo que fuera estamos a cero grados), todos los años me apunto a los cursos de natación que ofrece el patronato municipal de deportes, así me obligo a ir a la piscina dos días a la semana. Hasta aquí bien.

Este año, como todos, me apunté al curso de perfeccionamiento con la diferencia de que, esta vez, elegí un horario diferente por dejarme hueco para estudiar. Llegué el primer día, oteé el lugar en busca de alguien conocido y encontré a lo lejos a la misma monitora que llevaba el año pasado. Me acerqué, me presenté y me comentó que este año habían dividido los grupos de perfeccionamiento por niveles y ella llevaba el grupo más avanzado. Valiente de mí, decidí quedarme con ella, total, estos últimos años siempre era la más avanzada de mi clase y normalmente tenía que quedarme un rato más nadando a mis anchas porque en clase me aburría.

Allí comenzó mi infierno acuático particular. La gente de mi grupo lleva dos años asistiendo en ese mismo horario, con la misma monitora. Son como una secta de los superdotados del agua, con un gran líder que nada “estilo competición”, haciendo la voltereta de cambio de sentido y todo. Y allí llego yo, todos los martes y todos los jueves, con un estilo perfecto pero más lenta que uno muy lento. Sufro, sufro mucho. No sé cuántos largos sólo de pies, no sé cuántos otros sólo con los brazos, para terminar al estilo completo otros sopocientos largos más. Allí, siempre la última ¡con lo que yo he sido!.

Para colmo, creo que no les caigo bien porque retraso a todo el grupo. Desde luego, el gran jefe nadador, me mira de reojo siempre que me adelanta y me adelanta continuamente.

Hoy hay una cena y he decidido asistir con mis mejores galas a ver si se apiadan de mí porque aún queda otro largo mes y medio de infierno, no más, porque el trimestre que viene intentaré volver a mi horario de siempre. Que yo he venido aquí a nadar y a mejorar, no estoy entrenando para las olimpíadas (¡joder!).

Comentarios

El Pez Martillo ha dicho que…
A esos tipos los llamaba yo los "olímpicos" cuando iba a la piscina (nadaba tan bien que me jodí las cervicales). No veas la de agua que tragué por culpa de ellos, que se esforzaban en lucir su estilo mariposa a costa de salpicar a los que íbamos por las calles de los lados. Entre esos y los jubilados (lentos como ellos solos), casi ningún día pude nadar a gusto.

Salud!
Cacahué Producciones ha dicho que…
Todo parece dificultarse por sí mismo, ensoñemos
Atlántida ha dicho que…
Pero si no teneís que competir ni nada ¿no? entonces... ¿a qué viene tanto estrés? relajate, que lo haces porqué te gusta y pasa del gran jefe nadador, debe estar muy aburrido en su vida para preocuparse porqué haya alguien que retrase el grupo.
Estas en tu medio así que ¡disfrutalo!

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